Todo desprendía una calidez casi palpable, recordaba mi mente dolida un pasaje de aquel cuento de Lewis Carroll: una niña asustada lloraba y lloraba hasta casi desaparecer en el olvido salado de sus lágrimas.
Casi podía oler el té que hacía mamá en el calderito; casi podía rozar el fuego inexistente, casi… porque el calor era lo único que quedaba después de aquel incendio.
El calor y yo.
Aparecerá una leyenda que diga que el espíritu de una niña, abrazada a su gatita de calicó, se retorcía en llanto gritando a la soledad…